Nunca has podido ser como la hierba, que ofrece su verdor y su frescura ante los pies desnudos y el hocico hambriento que agradecen su solicitud callada. Tampoco el roble que merece de tu muda admiración un nombre noble. No la fiebre acechante de la sierpe, que enrosca su belleza envenenada entre la piel iridiscente. ¿En qué podrás reconocerte tú sino en los vidrios afilados que coronan los muros oscurísimos de roca? Laceran. Pero, al sol, brillan.
miércoles, 7 de mayo de 2008
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