A veces, en las noches, te recuerdo. ¿Recuerdas tú cómo me conociste? Lo sé: no lo recuerdas. Estábamos en tu terreno. Allí tú eras el dueño. Eras el amo. Maestro de la calma, con qué docilidad me desnudaste. Dejé que penetrara en mis oídos tu veneno. Dos partes de placer y una de dolor. Eso fue todo. ¿Y yo? ¿Qué fui yo para ti? No era la primera. Pronto dejé de ser la última. ¿Sabrías reconocerme entre las otras o escribiste mi nombre sobre el agua? ¿A cuántas, como a mí, hiciste llorar? ¿Qué ardiente sed te hizo buscar mis lágrimas? Sacaste mis palabras enterradas a tu luz. Dijiste sin decir, una vez más: acércate, cuenta tu historia y vete. ¿Qué oscuridad retaste? ¿Qué poder anhelabas? Llegaste con las sombras. Te fuiste con el alba. Trocaste el lecho en tálamo y el tálamo en mortaja. Fuiste el aliento y fuiste la guadaña. ¿Quisiste ser como los dioses que visitan y derraman su semilla en nuestro seno y el rostro vuelven, impasibles, cuando el rostro les reclaman? ¿Para qué roturar la tierra que no florecerá por ti? ¿A qué arrojarte en tan estériles entrañas? ¿Por qué quisiste penetrarme con tu voz, con tu cuchillo, con tu lanza? ¿Conoces el dolor, la fiebre del reproche? ¿Conoces las heridas y la llaga? (¿Sangras?) ¿Recuerdas todo aquello? Lo sé: no lo recuerdas. Qué has sido sino el cáliz de luz y de veneno que una sola vez bebimos y bebimos, temblando. Adiós, Francisco. Te amé esa noche en la que no me amaste. No vuelvas nunca más. Te doy las gracias.
viernes, 16 de mayo de 2008
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