miércoles, 21 de mayo de 2008

Retórica (autorretrato)

Oxímoron de la pena. Epíteto de la dicha. Sinécdoque de la eternidad.

Pájaro

Los vientos te enseñaron a sortear la jaula de los policías del caos y del orden. Que el pájaro que alza el vuelo sea el valedor de tus insumisiones.

Circo

Para que el esclavo sea devorado por la fiera, para que los gladiadores saluden a la muerte por la espada, no basta la existencia del emperador. Mirad los fervorosos graderíos. Mirad la indiferencia ciudadana. Mirad la mansedumbre de la arena.

Ancestro

Tuvo que esperar cientos de siglos a que desenterraran su paciente esqueleto, para sentirse por primera vez acariciado, admirado en su rareza. Encerrada en la vitrina de un museo, su truncada dentadura me sonríe con inquietante complicidad.

lunes, 19 de mayo de 2008

Fruto

Vive y ama con el brío del relámpago de savia que hace madurar el fruto. Caerás tan sólo cuando el árbol -rúbrica del orden del mundo- no pueda sostener el esplendor del trueno.

Savia

Cobija el relámpago del agradecimiento y el trueno del dolor. En ellos hallarás la lágrima que resquebraja el corazón de escarcha del invierno.

Amigos

Ha muerto la mujer de mi mejor amigo. Lo acompaño al entierro y allí, en el crematorio, nos asalta un olor a despedida y a ceniza. En silencio, frente a frente, sin miradas de reproche, compartimos el último perfume de la mujer que amamos más que a nuestra propia vida.

Ficciones

Tu mano imprimió sobre el papel las huellas del amor, la fortaleza, la promesa y el temor del mar, las lealtades, el coraje. Las ficciones imperecederas que justifican una vida. Cuánto te habría gustado haberlas conocido. Haberlas merecido.

viernes, 16 de mayo de 2008

Rapaz vendimiadora de deseos, no reconozco más autoridad que tu sonrisa, el sagrado rubor de tu amapola. Ya no hay exilio que me aceche; floreces tú en todas mis esquinas. Me has enseñado a despreciar las bravatas del dolor, las mentiras marmóreas del discurso del polvo. La muerte es un rumor confuso del que sólo guardo el nombre. Qué flecha soy de ti, qué pájaro de alturas, cómo me lanzo y atravieso a tu contacto el corazón del corazón de lo que soy. Como un hilo secreto que mantuviera irre- vocablemente unidas las quebradas imágenes del mundo, el redentor -en él todo es fulgor, nada premura- relámpago de tu figura.

Carta de una desconocida

A veces, en las noches, te recuerdo. ¿Recuerdas tú cómo me conociste? Lo sé: no lo recuerdas. Estábamos en tu terreno. Allí tú eras el dueño. Eras el amo. Maestro de la calma, con qué docilidad me desnudaste. Dejé que penetrara en mis oídos tu veneno. Dos partes de placer y una de dolor. Eso fue todo. ¿Y yo? ¿Qué fui yo para ti? No era la primera. Pronto dejé de ser la última. ¿Sabrías reconocerme entre las otras o escribiste mi nombre sobre el agua? ¿A cuántas, como a mí, hiciste llorar? ¿Qué ardiente sed te hizo buscar mis lágrimas? Sacaste mis palabras enterradas a tu luz. Dijiste sin decir, una vez más: acércate, cuenta tu historia y vete. ¿Qué oscuridad retaste? ¿Qué poder anhelabas? Llegaste con las sombras. Te fuiste con el alba. Trocaste el lecho en tálamo y el tálamo en mortaja. Fuiste el aliento y fuiste la guadaña. ¿Quisiste ser como los dioses que visitan y derraman su semilla en nuestro seno y el rostro vuelven, impasibles, cuando el rostro les reclaman? ¿Para qué roturar la tierra que no florecerá por ti? ¿A qué arrojarte en tan estériles entrañas? ¿Por qué quisiste penetrarme con tu voz, con tu cuchillo, con tu lanza? ¿Conoces el dolor, la fiebre del reproche? ¿Conoces las heridas y la llaga? (¿Sangras?) ¿Recuerdas todo aquello? Lo sé: no lo recuerdas. Qué has sido sino el cáliz de luz y de veneno que una sola vez bebimos y bebimos, temblando. Adiós, Francisco. Te amé esa noche en la que no me amaste. No vuelvas nunca más. Te doy las gracias.

miércoles, 7 de mayo de 2008

Un caso ejemplar

De ti han dicho que eres extremadamente erótico, te han llamado hombre de hielo; para alguno eres ingenuo, para alguna eres un cínico; te han tildado de elitista, no menos veces de utópico; dice alguno que vas de iluminado, dicen otros que desprecias a las masas; te han amado -o eso dicen- por tu cuerpo, también por tu cabeza y tu carácter apacible; no pocas te han usado como báculo y pañuelo, para muchos serás siempre esteta y egoísta; una mujer te aseguró que has sido la persona que más daño le ha hecho nunca, otra te susurraba con sonrojo -tuyo- que serás su Dios hasta su muerte... Y a tus veintiocho años, te sorprendes de lo fácil que te ha sido comprender lo que hoy te es evidente: cada hombre debe resignarse a ser - y tú entre ellos, qué remedio- todos los hombres.

Ocaso

Delante de tus ojos fluye el río. A su marcha majestuosa se cimbrean los juncos -cada una de sus lanzas al servicio de la eternidad-. Y es el viento quien los mece y es también el viento quien convierte la piel acariciada de las aguas en un manojo de centellas titilantes. E irrumpen sin premura los caballos salvajes y hunden paso a paso sus pezuñas en el río y en él abrevan sus gargantas y la tarde despaciosos, despaciosamente. Y allá arriba, el relámpago encendido de un pájaro que avanza irrevocable hacia la arquitectura del ocaso, hacia el desgarramiento de la luz en sombra y el naufragio sangriento del sol en lontananza.

Y aquí en la orilla, bajo la oscura tierra abierta por tus propias manos, un niño que ya nunca será huérfano.

Génesis, XIX, 26

Hoy sabes que has llegado ya a ese punto en el que ya no es demasiado pronto para nada. Te corresponde en adelante avanzar, inexorable, hacia el momento en el que, siendo ya demasiado tarde para casi todo, puedas volver la vista atrás y sostener, desde la última vuelta del camino, la mirada del yo que eres ahora sin avergonzamiento y sin reproche.

Herencia

La herencia de tu amor es esta rosa. El presente es las espinas que desgarran, el perfume de la flor y de la sangre: tus heridas. Del pasado sólo queda la corola inaccesible.

Legado

El hombre es esta ausencia y esperanza de coraje ante la noche.

Espejo

Nunca has podido ser como la hierba, que ofrece su verdor y su frescura ante los pies desnudos y el hocico hambriento que agradecen su solicitud callada. Tampoco el roble que merece de tu muda admiración un nombre noble. No la fiebre acechante de la sierpe, que enrosca su belleza envenenada entre la piel iridiscente. ¿En qué podrás reconocerte tú sino en los vidrios afilados que coronan los muros oscurísimos de roca? Laceran. Pero, al sol, brillan.

Llamada

Atreviéndote al fin a ser frágil, has pedido al dolor que volviera. No has recibido respuesta. La puerta de tu casa, sin embargo, sigue abierta.

Sentencia

No esperes de la muerte una respuesta: la vida es la única sentencia que mereceremos.