No olvidaré la flor solitaria que esparcía su perfume a la sombra de la piedra cifrada, ni la boca que trepó a mi garganta como yedra que anhelaba mi aliento. Tampoco la patria cuyo fuego ondea en una bandera azotada, ni el corazón abatido que ante ella se rinde. No olvidaré la despedida de lo que se desea y se teme, ni la nostalgia de lo que nunca fue ni será jamás. Todo aquello que se me ha ofrecido y no he amado. Puertas que no atravesaré, que hacen el universo más vasto y recóndito y que, con su desoída promesa, me esperan.
Y recuerdo también las trompetas gloriosas de Mahler. El dolor por la muerte de un negro en Memphis, Tennessee. El tomillo y romero en la tierra que horadó el sudor de mi abuelo y el hijo que vuelve al abrazo del padre en el cuadro de Rembrandt. El calmo latido de un atardecer que se extiende a los pies de la noche y aquel cuerpo aferrado a mi sangre que hoy es ceniza. La risa de Rocío que concentra, cuando irrumpe, toda la claridad del mundo. Las palabras que huelen a derrota y coraje. La fusión de tu nombre y mi nombre en nosotros. Y agradezco, porque nadie ha recibido la bendición de amarlo todo, estas cosas que mantienen unida la frágil y efímera materia de que estoy hecho y que, como una sombra sostenida en pie cuando yo haya caído, dirán lo que soy y lo que he sido.